La literatura se construye con el mismo material que nuestros sueños. Como es un producto de nuestra psique, se contamina de todo lo que ella contiene; se contamina, o podríamos decir también que se enriquece. Pero todo discurre en el ámbito intransferible de nuestro yo, lo cual quiere decir que nuestras historias y nuestros personajes tendrán el tamaño de nuestro propio interior. Serán tan grandes o tan pequeños como nuestro dolor o nuestros miedos. Tan intensos como nuestra capacidad de amar u odiar.
Pero las cosas no son tan sencillas, porque parte de
nuestro interior permanece plegado o retorcido en lo más profundo de nuestro
cerebro donde, a veces, podemos encontrar verdaderos yacimientos de
sentimientos o pedreras de ideas, esas que siempre nos sorprenden o nos asaltan
con veradera ferocidad cuando creamos una historia. De ahí, un gris funcionario
de oficinas puede sacar el alma sin piedad de un guerrero, o un borracho, la
lucidez que le permita analizar sin fallos la realidad. Somos mucho más de lo
que sabemos y de lo que los demás saben.
Allá en los concheros de la memoria, el mar de nuestras vidas arroja los cadáveres que cobrarán vida conjurados por la magia de la
creación.
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